Todos los días al salir de casa, Manuel García se topa en su puerta con el mismo paisaje tétrico: un panal de nichos, tumbas profanadas y moscas alrededor de un entierro fresco. Vive junto al centenario cementerio Santa Rosa, en una zona pobre cerca de Lima.

El camposanto, que funciona irregularmente desde hace más de un siglo, se ubica en la provincia del Callao, colindante con la capital peruana, entre dos asentamientos humanos, y está mimetizado con las precarias casas y edificios del lugar. Allí viven 2.000 familias que tienen a este cementerio de 27.000 m2 compartiendo espacios con un colegio y un parque donde juegan los niños en las tardes.

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Considerado como un peligro para la salud pública, la municipalidad del Callao acaba de clausurarlo. Pero el alcalde ahora no sabe qué hacer con las 20.000 tumbas que alberga el cementerio, y tampoco tiene el presupuesto para cercarlo y evitar nuevos [rae]sepelios[/rae].

“Es una amenaza para la salud pública y las personas corren riesgo de una epidemia”, sostiene Aldo Lama, director Regional de Salud del Callao, organismo que en 1998 ordenó el cierre del Santa Rosa por no cumplir con las condiciones de salubridad y seguridad. Diecisiete años después, le hicieron caso.

Pero la población ya se ha acostumbrado a toparse con las tumbas a diario. Se las encuentran al ir a comprar el pan, al salir a tomar el bus para el trabajo, o al ir a colegio.

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Casa con vista a las tumbas

Mientras algunos en la costeña Lima de 10 millones de habitantes tienen casas con vista al mar, Manuel tiene su ventana mirando hacia los nichos. Lleva dos años viviendo en un inmueble a cinco metros de esta necrópolis ilegal. “No tenemos miedo, pero aún no nos acostumbramos al fuerte olor ni a las mosquitos que se meten hasta la cocina”, dijo a la AFP.

“Trafican con los muertos, los venden a las universidades”, dice una vendedora de golosinas de los alrededores. “No me preguntes mi nombre, acá nadie puede hablar, todos tienen miedo a los albañiles (que fabrican las tumbas) y sepultureros”, agrega, mirando temerosa a uno y otro lado.

Los pabellones son de hasta diez pisos y parecen cajoneras gigantes o inmensos panales cuadrados. Pueden albergar hasta diez hornacinas en cada nivel.

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El olor en el ambiente es una mezcla de licor y desperdicios. Para poder subir hasta la parte más alta de los nichos hay que tener la habilidad de un malabarista. Y ahora que han ordenado el cierre del recinto, también tendrán que hacer las de Houdini para entrar. “Cómo vamos a visitar a nuestros familiares si nos impiden el ingreso”, se lamenta otra persona que tampoco quiere identificarse.

En Lima y el Callao existe al menos 50 cementerios identificados por la Dirección de Salud Ambiental del Ministerio de Salud, de los cuales solo 18 son legales. El resto es informal y está ubicado en la periferia, donde los barrios pobres crecieron como brotes entre arenales y cerros.