El 28 de enero de 1986 el transbordador Challenger se desintegró 73 segundos después de su lanzamiento, provocando la muerte de los siete integrantes de la tripulación. Christa McAuliffe, Ronald McNair, Gregory Jarvis, Judith Resnik, Francis “Dick” Scobee, Michael J. Smith y Ellison Onizuka perecieron en el accidente.

Esta tragedia pudo cambiar radicalmente su rumbo, pues un ingeniero y consultor pidió a las autoridades suspender el despegue. Pese a ello, no fue escuchado.

El protagonista de esta historia es Allan McDonald, quien desde joven se sintió atraído por lo que había lejos de la Tierra. A los 21 años ingresó a trabajar en Morton-Thiokol, empresa encargada del diseño del aislamiento externo de las primeras naves espaciales, detalló Infobae.

Luego del éxito del alunizaje del Apolo XI y la puesta en marcha de las estaciones internacionales, su empresa fue contratada por la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio, donde el ingeniero estuvo a cargo de los proyectos de propulsión de cohetes sólidos de los transbordadores.

Su vida dio un enorme vuelco en 1986, cuando el gobierno de Estados Unidos intentó innovar, enviando civiles fuera del planeta, es así como una de las siete astronautas del Challenger era una profesora, quien se encargaría de dar la primera clase espacial de la historia.

Durante la noche previa, McDonald y su colega, Roger Boisjol, tuvieron dudas del éxito de la misión pidiendo aplazar el lanzamiento, es por esto que se negaron a firmar el documento que daba su conformidad al despegue.

“Tomé la decisión más inteligente que he tomado en mi vida”, mencionó años después, recuerdan medios internacionales.

Detalles que marcaron la tragedia

Tal como si de un ‘efecto mariposa’ se hablara, una pequeña alteración desencadenó una catástrofe de proporciones. Aquel día había mucho frío en Florida, marcando hasta ocho grados bajo cero, siendo esto un enorme riesgo para la tripulación, ya que en la estructura de la torre de propulsión del Challenger colgaban gruesos cordones de hielo.

Esto finalmente generó que los cinco segmentos cilíndricos de la nave, unidos por unos elementos equipados con anillos dobles de goma, conocidos como ‘juntas tóridas’, se tornaran quebradizos generando el colapso, recordó el citado medio.

El pequeño ‘detalle’ fue alertado por McDonald y Boisjol, pese a ello, la NASA no consideró las recomendaciones, pues estaba previsto que a la hora del despegue habría un mejor clima. Finalmente la tragedia que se pudo evitar sucedió, el gas caliente presurizado al interior de la nave de uno de los propulsores del costado derecho provocó una brecha en el tanque externo de combustible que estalló.

Lamentablemente nunca se supo el momento exacto en que murieron los astronautas, aunque sí se determinó que algunos sobrevivieron a la ruptura inicial del Challenger, el que no tenía salidas de emergencia.

Buscando responsables

Doce días después de la catástrofe, el presidente Ronal Reagan nombró una comisión investigadora presidida por William Rogers, exsecretario de Estado de Richard Nixon.

En una de sus sesiones, McDonald escuchó que uno de los ejecutivos de la NASA responsabilizó a Thiokol de lo sucedido, ya que supuestamente les expresaron su preocupación, pero que habían aprobado el lanzamiento.

“Recomendamos no hacerlo por debajo de los once grados de temperatura. Y lo pusimos por escrito y lo mandamos a la NASA”, señaló en dicha instancia Allan.

“Yo estaba sentado en el fondo de la sala, y pensaba que lo que escuchaba era lo más engañoso que jamás hubiese escuchado”, reveló.

Posteriormente, la Comisión Rogers centró su investigación en las ‘juntas tóricas’, en los esfuerzos de los encargados de impedir el desastre y en la nula reacción de la NASA.

Esto generó que McDonald fuera degradado, aunque no duró mucho ya que Edward Markey, un representante, y hoy senador demócrata por Massachussetts, envió una resolución que prohibiera a Thiokol obtener futuros contratos, mientras que Allan fue ascendido a vicepresidente, logrando el rediseño de las articulaciones de los propulsores que fallaron, que funcionaron con éxito tras la reanudación de los vuelos.

En 2001, se retiró de la empresa en la que trabajó décadas, escribió Mentiras, verdades y juntas tóricas. Dentro del desastre del Challenger, editado por University Press of Florida. Además, se dedicó a ejercer como un defensor de las decisiones éticas.

El pasado 6 de marzo, a los 83 años, se cayó en su casa de Ogden, Utah, golpeándose en la cabeza, lo que finalmente lo llevó a la muerte, según confirmó su familia, informó The New York Times, dejando para el recuerdo una de sus célebres frases que lo siguieron durante toda su vida: “Al arrepentimiento por las cosas que hicimos, lo atenúa el tiempo. Pero el arrepentimiento por las cosas que no hicimos, es inconsolable”.