Para muchos el primer recuerdo de La Bella y la Bestia es la clásica película de Disney estrenada en 1991, donde los dibujos animados eran los grandes protagonistas. Años después, Emma Watson protagonizó la versión live action de esta historia, que acaparó portadas en diversas partes del mundo en 2017.

Para otros, La Bella y la Bestia es un clásico cuento de literatura infantil, que como todo en la vida, ha sufrido cambios con el pasar del tiempo. Así es como se ha llegado a la versión de una joven que se enamora de una bestia que vive encerrada en un castillo, que está rodeado de hechizos y magia.

En Página 7 quisimos revisar parte de la historia original, y nos encontramos con que hay varias influencias y perspectivas, pero al parecer, este relato en verdad ocurrió en algún punto de la historia.

Si retrocedemos en el tiempo, veremos que hay varios autores que se adjudican la historia de La Bella y la Bestia: la versión de 1550 de Gianfrancesco Straparola o de Giambattista Basile en la misma época, pero con versiones más bien alternativas de la trama original, donde se hablaba de reyes y serpientes. Pero fue en 1740, la escritora francesa Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve comienza a crear el mito de este hombre que se convierte en bestia tras ser hechizado.

Todo esto tiene que ver con literatura, una creación, pero según explicó el sitio National Geographic la historia real ocurrió en el siglo XVI, en una época llena de supersticiones y prejuicios. En aquella época nació Petrus Gonsalvus, o Pedro González, en la isla de Tenerife, un hombre que era considerado un monstruo por tener el cuerpo y el rostro cubierto de pelo. Algo que en realidad era un síndrome llamado hipertricosis lanuginosa congénita, que efectivamente provoca un crecimiento desenfrenado del cabello.

Tras una difícil infancia, a sus 10 años, siendo esclavo, fue entregado como un obsequio de los corsarios al rey de Francia, Enrique II y a su esposa Catalina de Médicis. El soberano se jactaba de acoger personas extrañas a su reino, enanos, aborígenes, locos y deformes, que eran ocupados de sirvientes o bufones. Había algunas excepciones, de quienes podían llegar a ser sirvientes o amigos de Enrique II, y Pedro era esa excepción.

Lejos de humillarlo, el Rey le dio estatus, al punto de renombrarlo como Petrus Gonsalvus, para que así fuera parte de la aristocracia. Aprendió latín, y fue instruido en gramática, retórica y dialéctica hasta geometría, aritmética, música y astronomía.

“Le enseñaron modales cortesanos y las costumbres palaciegas más refinadas, y lo vistieron con las mejores ropas”, menciona Enrique Carrasco, profesor de Comunicación en la Universidad Europea de Canarias y autor del libro Gonsalvus, mi vida entre lobos.

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Llegó al puesto de sommelier de la panadería real e incluso fue nombrado ‘Don’, título que pocas personas que no eran de la familia real recibían. Pero fue en 1559 que su vida dio un giro muy importante, justo tras la muerte de Enrique II. La viuda, Catalina de Médicis, quien heredó el trono, le buscó una esposa para que tuviera ‘niños salvajes’: la dama de compañía más bella del pueblo, también llamada Catalina.

Fue así como en 1573 se casaron en un matrimonio acordado, del que nacieron sietes niños, de los cuales cinco eran idénticos a su padre. De ahí en adelante, la familia Gonsalvus realizó un viaje por Europa, en nombre de la corona francesa. Así fue como distintos nobles los conocieron y pudieron ver su figura llena de pelos.

“Pese a ser unas celebridades y vivir como aristócratas, los Gonsalvus siempre fueron propiedad de alguien, nunca fueron libres”, explicó el profesor Carrasco, quien menciona que con el pasar de los años se les empezó a tratar de manera peyorativa, ya que para muchos eran anomalías humanas, o simplemente bestias. Pero aún así, eran animales racionales.

En varios libros se menciona que Petrus “tenía pelo sobre las cejas y en la frente unos pelos tan largos que debía peinárselos hacia atrás a fin de que no le molestaran la visión (…) no es de extrañar que en algunas personas, como en muchos animales, su cabello sea más largo y crezca continuamente, como las uñas”.

Pese a todo, siempre primó el amor que sentía Catalina hacia su marido, Petrus, más allá del aspecto físico y los prejuicios. Una real historia de amor que fue tomada por Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, quien para el siglo XVIII decidió darle forma a la primera versión del clásico relato que hoy conocemos como La Bella y la Bestia.